10.9.09

Los gallos de corral no mueren de viejos

Quizás todo viene desde el día en el que creíste entender que ella era mejor que tú. Supongo que ahí surgió la amenaza. Una amenaza ficticia, recreada en cábalas absurdas surgidas del lodo donde habitan tus complejos. No se explica de otra manera.
No es que fuera mejor que tú, es que ella era diferente. Y no podías soportar esa diferente actitud que imprimía en todos sus movimientos.
Podrías haber intentado comprender que en las diferencias, en los matices sutiles que tildan cada uno de los actos que acometemos a diario, en esas disparidades diarias que nos representan, se encuentra la esencia íntima de cada ser. Podrías haber intentado aprender, maestro.
Fue entonces cuando lo decidistes ¿Verdad?. Decidiste poner fin a su existencia. De la forma más sutil posible, imperceptible para los demás, imperceptible hasta para ella misma.
Cada día una minúscula dosis de desprecio, cada día una diminuto acto de destrucción. Unos días lanzabas rumores, otros, comentarios irreales que tus orejas señalaban como salidos de su boca. El aforo receptor, siempre ávido de carnaza, asentía expectante para después airear tus palabras con la locuacidad absoluta que caracteriza a los mentideros.
La hicistes desaparecer con un plumazo de tus alas, así quedaste el gallinero tranquilo, con su gallito pavonéandose contento.
Pero recuerda, don Julio, recuerda: no hay gallo de corral que muera de viejo. La conciencia que caiga sobre ti quizás tenga forma de pepitoria.

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