Nada más sentarte, comenzaste a darle vueltas a la caña, quitándole el agua helada que recorría las paredes externas del vaso. Buscándome los ojos, farfullabas palabras: Me ha preguntado por ti, que si ya nunca le llamas, que si no le coges el teléfono, que si no fuíste a su última exibición.
Mientras hablabas, apática ante el significado de tus mensajes, me dedicaba a observar como el sudor surfeaba por tu frente. Que calor hace estos días. Que cejas más feas tienes.
Esperé.
Esperé a que terminaras de hablar.
Esperé a que me preguntaras mi opinión.
Esperé tanto, tanto, que se me quitaron las ganas de darte la réplica. Ya ves, yo sin ganas de contestar.
Te hablé de mi casa, de lo mucho que está subiendo el precio del pescado, del cuidado que tengo que tener con el sol y mis pecas. Si que te hablé, no puedes ir diciendo por ahí que no te dije ni mú.
No, no te hablé de lo que tu querías. No te dije el porqué de mi pasotismo ante él y los suyos. Lo creo innecesario. Yo a ti, no te tengo que justificar nada. Nada.
Arrancando el coche para volver a casa, recordé esas palabras que de pequeña tantas veces me repitió mi madre: Hija, hay que ver como eres. Cuando se te cae el santo dejas de rezarle y de ponerle flores.
Lo sigo haciendo, la pena es que ni tú ni él os deis cuenta y continuéis pidiéndome explicaciones.